domingo, 12 de junio de 2011

Nº 12 ( LINDO GATITO ) 12 - 06 - 2011

EL CHUPETE.
Una mujer que vivió tristezas y alegrías, como todo ser humano, más o menos separadas por fronteras anímicas que permiten llorar y reír en cada momento oportuno.
Pero sufrió dos zarpazos. Golpes, muchos. Caricias, innumerables. Pero las dos garras que le hicieron flecos el alma fueron especialmente despiadadas.
El primer desgarro lo tuvo muy joven, demasiado. Eran tiempos duros, de la postguerra española. Precariedad, hambre, solventadas con vida y laboriosidad. Era una estupenda modistilla y llegó a ganarse, cosiendo incansablemente para comercios locales, un humilde y precario salario que entregaba religiosamente a sus padres, a quienes durante toda su vida trató de usted.
Conoció a un chico, tan joven como ella, de oficio camarero, apenas traspasados ambos la mayoría de edad legal de entonces, los veintiún años. Se enamoraron y se casaron. Pero no vivieron felices mucho tiempo, porque aquél presente insalubre y desprotegido les enfermó, a la joven pareja, de una de las plagas de la pobreza; el tifus.
Fueron hospitalizados ambos, en sanatorios diferentes. Él murió enseguida y ella supo que se había quedado viuda, cuando todavía no había sanado de la infección. Pero se curó y se reintegró de luto a su vida cotidiana. Imposible calcular el caudal de dolor que le pudo afectar, continuando con su vida, trocada la felicidad incipiente de unos recién casados por la soledad impuesta trágicamente.
Más tarde conoció a otro hombre, once años mayor que ella, viajante de comercio, quien se enamoró de la chica como un verdadero colegial. Terminaron simpatizando mucho y la joven viuda encontró consuelo abundante en ese nuevo noviazgo que culminó en boda, la segunda para ella, la primera y única para él.
No pasó mucho tiempo cuando tuvieron su primer hijo, que les llenó de alegría, sencilla e intensa. Pero querían seguir aumentando su familia y tuvieron, a los tres años, otro niño.
Y ahí le llegó a ella, y esta vez también a él, el golpe terrible de la pérdida de su segundo hijito, con tan solo seis meses, víctima de una enfermedad mal diagnosticada y peor tratada.
El segundo zarpazo, lacerante hasta extremos imposibles de transmitir con palabras, herida que marcó sus vidas para siempre, porque no es figura en el orden natural de las cosas que los padres entierren a sus hijos. No entra en ningún cálculo, enferma sólo el pensarlo.
Ellos no habían leído a Miguel Hernández, pero los versos de su “Elegía” parecían como escogidos y dedicados a su tragedia:
Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.
No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.
Aún más cercanos, aplicados al niño que se les murió:
Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.
Su vida fue por un largo tiempo, la que dijo el poeta, una “vida desatenta”, más aún por cuanto no podían ni pensar en ninguna “muerte enamorada”, ni siquiera formular el deseo de poder “hablar de muchas cosas” con quien les había dejado únicamente la memoria de los primeros tiernos balbuceos.
Pero la vida tiene, siempre, otra ribera. Otras muchas. El tiempo lo convierte todo en memoria, en recuerdo, en evocación. Y el presente continuo ofrece ocasiones para, si no cicatrizar heridas imposibles de cerrar, al menos aliviar la tensión insoportable de su origen.
Tuvieron otro hijo, acogido con todo el amor acumulado en las arcas del dolor y la tristeza.
Dolor y tristeza. Dos términos que parecen sinónimos. Muchos años más tarde, el hermano pequeño de esa mujer quedó viudo de su joven esposa, una mujer extraordinaria por muchos conceptos. Un golpe terrible, otra vez, en la familia. En el funeral, el viudo habló a todos los presentes, conmovidos por la tragedia. Hombre profundamente creyente, les hizo partícipes de su dolor, que sería tan duradero como su vida y al que no quería renunciar a costa de nada, pero manifestó que rogaba a Dios le mantuviera apartado de la tristeza, destructiva para él, para sus hijos y para todos los que le querían.
La vida siguió, pues, para esa familia, para esos padres que habían perdido a su hijo, que tuvieron ocasión de alegrar sus vidas con la llegada de sus primeros nietos, a los que volcaron toda su ternura, la que no pudieron darle, más que por un brevísimo tiempo, a su chiquitín difunto.
Y pasó el tiempo y llegaron los episodios naturales, alegres y tristes, de la vida. El matrimonio llegó a celebrar sus Bodas de Oro. Envejecieron juntos y el segundo marido murió a una edad avanzada, volviéndole a provocar otra dosis de dolor, esta vez más esperado y lógico.
Pero quizás fue la gota que colmó el vaso, frágil aunque duradero, de la resistencia anímica de la mujer, sumiéndola en una depresión de la que apenas pudo emerger brevemente para conocer a su primer biznieto, quizás la última de las sonrisas maternales que sus hijos pudieron verle iluminándole la cara.
Fueron unos años agónicos, tremendos, con un final que reveló de un solo trazo la intensidad aún con más desmesura de la que anotó el poeta de Orihuela:
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler me duele hasta el aliento. 
.
Ella, en un momento no demasiado alejado de su final, previsto, había revelado a su hijo menor, su última íntima voluntad, que el resto de su familia sólo conoció en el momento de su muerte.
Aferrada a sus manos yertas estaba una cajita, un pequeño recipiente que contenía todo el dolor del mundo: el chupete de su hijo muerto, que había conservado desde los treinta años que tenía cuando lo perdió, hasta los noventa, a punto de cumplir los noventa y uno.
El chupete, guardado durante sesenta años. La más humilde reliquia, triste y conmovedora, de un amor truncado que quiso llevarse a su descanso, por fin, eterno.
Era mi madre.
Falleció el pasado domingo, día 5 de junio del presente año de 2011.
 

LINDO GATITO